Molloy by Samuel Beckett

Molloy by Samuel Beckett

autor:Samuel Beckett [Beckett, Samuel]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Drama, Psicológico, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 1950-12-31T16:00:00+00:00


II

Es medianoche. La lluvia azota los cristales. Estoy tranquilo. Todo duerme. Sin embargo, me levanto y voy a mi despacho. No tengo sueño. Mi lámpara me ilumina nítida y suavemente. La tengo regulada. Durará hasta que se haga de día. Oigo al gran búho. ¡Qué terrible grito de guerra! Antes lo escuchaba impasible. Mi hijo duerme. Que siga durmiendo. También para él llegará una noche en la que le sea imposible dormir y se siente ante su mesa de trabajo. Para entonces, yo ya estaré olvidado.

Mi informe será extenso. Tal vez no lo termine. Me llamo Moran, Jacques Moran. Así me llaman. Estoy acabado. Mi hijo también. No debe sospecharlo. Debe creerse en el umbral de la vida, de la verdadera vida. Lo que por otra parte es exacto. Se llama Jacques, como yo. No puede haber confusiones.

Recuerdo el día en que recibí la orden de ocuparme de Molloy. Era un domingo estival. Yo estaba sentado en mi jardincito, en un sillón de mimbre, con un libro negro cerrado sobre las rodillas. Debían de ser sobre las once, demasiado temprano todavía para ir a la iglesia. Saboreaba el descanso dominical, no sin deplorar la importancia que se le otorga en algunas parroquias. A mi juicio, no era forzosamente reprensible trabajar e incluso jugar en domingo. Todo dependía de la disposición espiritual del que trabajase o jugase, o de la naturaleza de sus trabajos o juegos. Así pensaba yo. Reflexionaba con satisfacción en que este punto de vista un poco liberal iba ganando terreno incluso entre el clero, cada vez más dispuesto a admitir que las fiestas de guardar, con tal de que se vaya a misa y se aporte el óbolo, pueden ser consideradas días como los demás, en determinados aspectos. Lo cual no me afectaba personalmente, siempre me ha gustado no dar golpe. Y hubiera descansado también los días laborables de haber podido. No es que yo fuera decididamente perezoso. Era algo distinto. Viendo hacer cosas que yo hubiera hecho mejor, de haber querido, y que hacia mejor cada vez que me decidía a ello, tenía la impresión de cumplir una función a la que ninguna actividad hubiera sido capaz de elevarme. Pero a lo largo de la semana tenía pocas ocasiones de entregarme a semejante dicha.

Hacía buen tiempo. Contemplaba morosamente mis colmenas, las entradas y salidas de las abejas. Oí sobre la grava los pasos presurosos de mi hijo, encantado no sé en qué fantasía de huidas y persecuciones. Le grité que no se ensuciara. No respondió.

Todo estaba en calma. Ni un soplo de aire. Ascendía el humo en una columna recta y azul desde las chimeneas de mis vecinos. Oíanse ruidos apacibles, un entrechocar de mazos y bolas, un rastrillo en la arena, una máquina cortando césped a lo lejos, la campana de mi querida iglesia. Y pájaros, por supuesto, ante todo mirlos y tordos, cuyos cantos expiraban como a pesar suyo, vencidos por el calor, mientras iban abandonando las ramas elevadas donde les sorprendiera el amanecer por la sombra de los matorrales.



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